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Ya fuera de la muralla, el cuerpo de Jesús vuelve a abatirse a causa
de la flaqueza, cayendo por segunda vez, entre el griterío de la
muchedumbre y los empellones de los soldados.
La debilidad del cuerpo y la amargura del alma han hecho que Jesús caiga de nuevo. Todos los pecados de los hombres –los míos también– pesan sobre su Humanidad Santísima. Fue él quien tomó sobre sí nuestras enfermedades y cargó con nuestros dolores, y nosotros le tuvimos por castigado, herido de Dios y humillado. Fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados. El castigo de nuestra salvación pesó sobre él, y en sus llagas hemos sido curados (Is LIII, 4-5). Desfallece Jesús, pero su caída nos levanta, su muerte nos resucita. A nuestra reincidencia en el mal, responde Jesús con su insistencia en redimirnos, con abundancia de perdón. Y, para que nadie desespere, vuelve a alzarse fatigosamente abrazado a la Cruz. Que los tropiezos y derrotas no nos aparten ya más de El. Como el niño débil se arroja compungido en los brazos recios de su padre, tú y yo nos asiremos al yugo de Jesús. Sólo esa contrición y esa humildad transformarán nuestra flaqueza humana en fortaleza divina. V/. Te adoramos ¡oh Cristo! y te bendecimos.Puntos de meditación
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