Vía Crucis en los Andes, Canchaque y  Huancabamba.

 


 
Hola papa:

La verdad es que los Andes son impresionantes. Entonces no me di cuenta, corría allá por el año 1972 cuando nos llevaste junto con mamá y Eduardo a Huancabamba, ¡qué recuerdos! La cordillera de los Andes siempre dijiste que te impresionaba, que uno no sabe que pasa por las venas cuando se encuentra uno en ella.

Antes pasamos por aquel pueblito, Canchaque, también del departamento de Piura sobre los Andes peruanos, pueblito con su plaza de armas inclinada, por donde correteaba arrastrando la pierna. Recuerdo dónde cenamos, papas con huevo frito y mango de postre, y dónde dormimos, aquella pensión con un solo baño en el patio para todo el mundo, por donde se oían correr los simpáticos ratoncitos por el tejado. A este mismo pueblo nos trajiste de excursión con los abuelitos cuando ellos vinieron a Piura más tarde. Me dicen, te gustará, que te diga que tienen muy buenos recuerdos de aquella temporada con nosotros en Perú.

Oímos misa en Canchaque antes de iniciar el ascenso, la iglesia totalmente abarrotada, gente la mayoría humilde, de poca cultura, pero con una gran fe y conformidad en la voluntad de Dios. El ascenso no fue fácil, montañas y montañas, parecía que nunca se acababan, bebimos agua en aquel arroyo que de la montaña caía y poco después atravesamos la cumbre; no sé si hay en el mundo una visión tan grandiosa, tan sublime y tan variada como la que presenta la Cordillera de los Andes, Las montañas que la forman se alzan a una elevación tan grande y están agrupadas unas sobre otras de manera tal, que cuando el viajero cree haber llegado a la cumbre del último pico, se halla de repente en las faldas de otro, que aparece como por encanto elevándose con la misma majestad que las anteriores y ocultando sus picachos entre las nubes. 

Al otro lado, en el valle interior Huancabamba. ¡Qué transición tan repentina para la vista y el corazón contemplar aquellos prados virginales, aquellos campos de paz y de calma! Cuanto más descendíamos y nos aproximábamos a aquellos valles, dejando atrás los áridos y desolados cerros que los protegían, tanto más sentíamos la felicidad tranquila de la vida del campo; al fin llegamos a Huancabamba, la plaza de armas, la iglesia, la única pensión posible para alojarse y un conjunto de casas con tejas o chapas que las cubrían de las inclemencias de la lluvia, montes y más montes que la circundan, aunque había uno que llamaba más la atención, el picacho norte, por el que iniciamos el ascenso, un sendero quebrado, lleno de cruces en cada esquina indicando las estaciones del viacrucis que conducen a la cima.

Al llegar nos alojamos en "La pensión", en la plaza de armas; creo que éramos los únicos huéspedes. Dejamos los bultos y como era temprano, fuimos recorriendo el valle alargado, que paralelo al río Huncabamba, desciende hasta el encuentro con la bajada que viene de Olmos a Corral Quemado, ya en el río Marañón. La sensación que experimentamos al recorrer el valle es indescriptible, me acuerdo de que mi hermano Eduardo se sacó una foto con un aldeano que, a caballo, venía de faenar en el campo, con el rostro inundado de sudor, los cabellos desgreñados y cubierto de polvo, con el poncho lleno de lodo. Nos metimos por unos platanales, hasta que la vegetación era tan tupida que regresamos al pueblo.

Al día siguiente, mis padres se levantaron pronto, fueron a misa a la parroquia, todavía conservan ese recuerdo entrañable del momento. El día había amanecido con extraordinaria belleza: bajo un cielo azulado, límpido y sin nubes se veía todo el contorno montañoso, y ¡cómo no! el picacho impresionante con la subida del viacrucis y la cruz coronándolo todo. A él subimos después de desayunar.

Mi padre dice que habría deseado vivir allí toda la vida, como maestro de pueblo. Iniciamos la ascensión, pero por la dureza de la misma, por el calor que hacía y quizá porque éramos mi hermano y yo muy pequeños, no llegamos a coronar la cima; desde media ladera contemplamos el río Huancabamba, decidimos bajar para refrescarnos en él. Mi padre probó la chicha, esa bebida hecha con maíz, que fermentado al masticarlo las mujeres, es echado en un cubo para su filtrado; dicen que tiene un sabor parecido a una cerveza floja: Se la dieron en una casa de campesinos, al acercarnos al río; festejaban el día de las fiestas patrias. 

Mi padre dice que esos campesinos tenían una expresión de felicidad sosegada e inalterable, que en ocasiones se encuentra en hombres de vida simple y de trabajo. La escala de la felicidad es una escala descendente; se encuentra mucho más en las situaciones humildes de la vida que en las posiciones elevadas. Dios da a unos en felicidad interior lo que otros tienen en fortuna, prestigio o fama. Mil pruebas creo que tengo de esta verdad.

Se despidió de ellos, nos refrescamos en el río, comimos y emprendimos el regreso deshaciendo el camino. La cordillera de los Andes al atardecer impresionaba mucho más, sobre todo, elevando el corazón al cielo, con el rosario que con mis padres rezamos.