A propósito de la vejez......
Según se va uno acercando a la vejez, puede reír o llorar, todo depende del punto de vista que uno tenga, al ser mejor la alegría que la tristeza, nos puede venir bien una carta inédita que el Hermano Trapense Rafael escribió desde Villasandino (Burgos), el 30 de octubre de 1937.
Empieza la misma con una palabra reconfortantes; Ave María, para después decir entre otras cosas las siguientes:
Hace
unos días tuve ocasión de leer unas cuartillas de un viejo cristiano. Vi en
ellas la prudencia que dan los años, y la paz serena, del que nada del mundo
espera, porque todo lo espera únicamente de Dios.
Terminaba
sus reflexiones diciendo: iQué feliz es la vejez!
Qué
bien suena esa exclamación en los labios de un viejo... Cuánto debe agradar a
Dios esa alegría interior, que se nutre de la Ilusión de dejar algún día
de vivir..., de la ilusión de la muerte cercana..., de la ilusión de ver a
Dios.
El
hombre no puede vivir sin una ilusión.
Feliz,..,
mil veces feliz, la vejez llena de canas y de apagada mirada, que nada del mundo
espera, y sonríe con esa alegría de la paz interior y que Dios comunica a sus
amigos.
Feliz
el viejo que puede decir: Casi no veo, pero ¿qué importa?, veo a la luz de la
Fe las grandezas de Dios. Casi no oigo, pero ¿qué importa? ¿Acaso los hombres
dicen algo ?... Oigo allá en mi interior la llamada de Dios, que me llama a la
oración, al recogimiento, a la Santa Compunción..., eso me basta... Ya casi no
me sostienen mis piernas..., para nada valgo..., pero ¿qué importa la pesadez
de la materia, cuando se tiene dentro esa vida sobrenatural que tiene alas
de querubín para volar a Dios?... ¿Qué importa la enfermedad
del cuerpo, cuando vemos al Gran Médico,
curar con tanta dulzura nuestra alma llena
de lacras y de pecados pasados... ? Cuando vemos que es el corazón el que Jesús
nos pide, y ése, a pesar de los años
y de las enfermedades, se lo podemos entregar con toda sinceridad..., y,
quien sabe, muchas veces corazón de niño en un cuerpo de viejo cargado de años.
Cuerpos que se doblan
y se cansan de vivir; almas que aman a Dios, eternamente jóvenes...,
para el que es Infinito no hay edades.
Triste
vejez la que sólo llora sus recuerdos
y vive amargada en su soledad.
Alegres
años los del anciano, que sólo llora sus pecados
y vive sólo de la esperanza del perdón, y ama la soledad en la que
encuentra a Dios
y sólo a Él.
Felices
los últimos años del cristiano
que suspira por el Cielo y que ve que
tan de cerca
ya no le turban las pasiones.
Comprende la
vanidad de las cosas de la tierra. No le interesan
riquezas ni honores. Todo ha sido como frágil
humo que ha esparcido el viento de los años
y del
que ya nada queda. Mira las cosas con esa
serena quietud del que vive más en el Cielo que
en
la tierra...
Verdaderamente, es feliz el viejo
que
de veras ama a Dios.
Últimos años de la vida ¿por qué gemir y llorar, lo que ya pasó? ¿Acaso
lo que pasó es mejor que lo que te espera? No..., pasaron tus días, y tus días
no son nada... Pasaron tus ilusiones y tus deseos..., si los viste alguna vez
cumplidos..., ¿qué quedó de ellos?, nada..., quizás amargura. Pasaron tus
seres queridos, y de ellos, ¿qué queda?... nada, sólo el recuerdo, que también
como el humo, se pierde en el espacio y en el tiempo.
Miras
atrás,
y tus ojos apagados por los años, lloran el tiempo perdido en vanidades
que no han llenado tu corazón.
Pero
Santa Alegría la de tus últimos años, si en lugar de soñar con tu pasado,
miras la eternidad que te espera, donde no hay ya mentiras, ni envidias, ni ojos
cansados, y débiles miembros enfermos y envejecidos... Santa alegría la del
viejo que sueña con sólo Dios, que mira a la muerte con tanta dulzura y paz
interior...
El
niño mira a la muerte con inconsciencia...(...) El anciano la espera sereno, conforme con
la voluntad de Dios... Paz, palabra muy repetida y muy poco comprendida... Paz
en el alma del cristiano anciano y viejo... Paz del que espera tranquilo en la
Misericordia Divina, y en la Bondad Infinita del Crucificado. ¡Verdaderamente
es feliz la vejez!
Yo
no sé expresar nada, ni tengo años, ni experiencia, ni siquiera desengaños.
Muy joven me fue indicando Jesús el camino, y no tuve tiempo de oír a los
hombres; el Señor no me dejó detenerme a escuchar los halagos del mundo... Soy
joven, quizás no haya empezado a vivir. Mas escucho a los viejos, respeto las
canas y el cabello blanco cuando me dicen: yo pasé mi vida y mi vida fue
nada... He llegado al final del viaje y sólo he aprendido una cosa: la vanidad
de todo, y que sólo Dios basta.
He
escuchado al anciano que me dice: Yo también fui joven, y mis años pasaron sin
darme cuenta; amé el mundo, y el mundo nada me dio; busqué la sabiduría, y no
la hallé ni en la guerra ni en la ciencia, ni en la bestia, ni en el hombre...
Sólo la hallé en el Amor de Dios,
(...).
Escuché
a los sabios, y escuché a los viejos..., por eso quizás tenga también algo de
viejo mi corazón, y sepa comprender las palabras de un viejo abuelo que con su
pelo blanco, su oído sordo, sus piernas débiles
y sus
ojos cansados, exclame con santa alegría: iQué feliz es la vejez)
No
es la vejez propiamente la que es feliz; es el corazón del viejo que
ya,
desasido de las cosas del mundo, sólo suspira por Dios.
Y
eso en un joven también puede ocurrir.
Ni
se es viejo, ni se es joven para amar a Dios... No son los años los que nos
enseñan a desprendernos del mundo; para llegar a comprender las palabras del
Evangelio: "Yo soy el camino y la vida", no hacen falta muchos años,
solamente basta detenerse a pensar..., y a veces también a escuchar al que sabe
más que nosotros... (...), y al
viejo que, al final de su vida, nos dice que el mundo y sus criaturas pasan, que
pasa la vida, y que de todo, nada queda; que es pueril amar la Vanidad y que sólo
se halla la paz en Jesús; que la única verdad
es Cristo, que el único tesoro
es Dios,
y que la única vida es Él, y sólo Él.
Ahora
no digo, feliz la vejez, sino feliz el hombre joven o viejo que ha llegado a
comprender, que ha llegado a amar, que ha llegado a vivir sólo de Cristo.
Venga
la muerte pronto o tarde... ¿qué mas da? Dios no tiene ni tiempo ni espacio
limitado, es Infinito. Para él no hay edades, no hay más que corazones que de
veras sean suyos
A
nosotros no nos queda más que esperar... Esperar
sin mirar
atrás, sin pena de lo que pasó, sin esperar nada de los hombres, y
alegres de cumplir la voluntad de Dios, sea como sea y cuando sea.
La
Santísima Virgen tome en sus manos mi intención al escribir. Solamente quería
hacer llegar al alma de un viejo, el corazón de un joven, para demostrarle que
los que aman a Dios están unidos en El, aunque la edad los separe... Que se
puede tener un alma de niño en el cuerpo de un anciano, y que se puede tener un
corazón muy viejo en cuerpo de veinticinco años.
Solamente
quería hacer ver, que la vejez no está sola. Y, cuando el viejo habla de Dios
y de la Virgen, siempre hay alguien que le escucha,
y que, en silencio, toma sus palabras, las respeta y las guarda; son las
palabras del anciano, las palabras del sabio, pues no hay más sabiduría que el
llegar tarde o temprano a amar de veras a Dios,
y a desprenderse del mundo.
¡Felices
los viejos que hablan de Dios!
¿Qué
más puedo decir?..., nada. Solamente pedir perdón de mi osadía al hablar,
quizás de lo que sepa, al que sabe más que
yo, pero si los jóvenes debemos
escuchar con respeto al viejo..., el viejo debe ser indulgente con los
atrevimientos del joven..., para eso es viejo.
Y;
cuando unos cansados ojos, lean estas líneas, piensen que a su corazón de
viejo cristiano, le comprende en sus soledades un trapense joven, que también tiene un corazón que ama a Cristo, y que exclama: ¡Felices los hombres que
esperan en Dios!
Que la Virgen María sea siempre bendita.
Con sólo 27 años, el Hermano Rafael (1911-1938) marcó pautas y dejó huella. Este joven de familia noble, con un futuro prometedor, amigo de la naturaleza y del deporte, descubrió a los 19 años la perla preciosa en una visita a la Trapa, y por ella lo vendió todo. Su vida como monje, toda sencillez, transcurrió en la Trapa de San Isidro de Dueñas (Palencia), entregado a Dios y a los hermanos en las tareas de cada día. El Hermano Rafael, beatificado en 1992 por Juan Pablo II, no realizó hazañas dignas de mención, pero soñó con ser santo y lo logró despierto, en pocos años.